En el corazón del camino espiritual, más allá de credos y culturas, hay una cualidad que brilla con luz propia: la compasión. No es solo un sentimiento, ni una emoción pasajera. Es una fuerza poderosa, transformadora, que nos conecta profundamente con el sufrimiento del otro y nos impulsa a actuar con amor. En el marco de los cuatro inconmensurables del budismo —amor benevolente, compasión, alegría empática y ecuanimidad— la compasión (karuṇā) ocupa un lugar fundamental.
Mientras la alegría empática nos abre a celebrar la felicidad ajena, la compasión nos invita a estar presentes con el dolor. No se trata de cargarlo, ni de sufrir con el otro, sino de responder con un corazón sensible, abierto y activo. En este escrito exploraremos qué es la compasión, cómo se cultiva, sus raíces espirituales, su aplicación en la vida cotidiana y los beneficios que aporta tanto al individuo como a la sociedad.
La compasión (karuṇā en pali y sánscrito) se define comúnmente como el deseo sincero de aliviar el sufrimiento del otro. Es más que empatía —que es la capacidad de sentir lo que otro siente— y más que lástima —que muchas veces involucra una sensación de superioridad o distancia. La compasión nace del reconocimiento honesto del sufrimiento, y de una respuesta que surge desde el amor.
No es debilidad ni sentimentalismo. Es una fuerza activa, que no se queda en el mero sentimiento, sino que busca aliviar, acompañar, transformar. La compasión no se limita a personas cercanas o queridas; su cualidad de inconmensurabilidad implica que puede extenderse a todos los seres, incluso a quienes nos han hecho daño, incluso a nosotros mismos.
También es importante distinguir la compasión del apego al sufrimiento ajeno. No se trata de ser arrastrado por el dolor del otro, ni de salvar al mundo con ansiedad. Una compasión sabia sabe acompañar sin perderse, actuar sin agotarse, estar presente sin enredarse.
La compasión es central en el budismo y en muchas tradiciones espirituales. En las enseñanzas del Buda, karuṇā es una cualidad esencial a desarrollar para despertar a la realidad interconectada de todos los seres. Es una de las cualidades del corazón despierto y una base para la acción ética. El Buda mismo es conocido como “el Compasivo”, no por una actitud blanda o indulgente, sino por su compromiso incansable con aliviar el sufrimiento humano. En los textos, se dice que los bodhisattvas —seres comprometidos con el despertar de todos— hacen de la compasión su motor, su voto, su camino.
Más allá del budismo, la compasión aparece en el cristianismo (“amar al prójimo como a ti mismo”), en el islam (“Alá es el Misericordioso”), en el judaísmo (“rajmanut”), en el hinduismo, en la filosofía humanista, en la psicología contemporánea. Es una cualidad universal del corazón humano, más allá de dogmas.
Las prácticas de meditación en compasión suelen comenzar enfocándose en el sufrimiento de un ser querido, deseando que esté libre de dolor, repitiendo frases como: “Que estés libre de sufrimiento. Que encuentres paz. Que tu corazón sane”. Luego se expande hacia la compasión a uno mismo y después se amplía el círculo hacia conocidos, personas neutras, personas difíciles, hasta abarcar a todos los seres. Siempre es llamativo ver como la compasión o amor genuino hacia nuestros seres queridos es más fácil, especialmente en occidente, que el amor y compasión hacia uno mismo. Somos jueces implacables de nosotros mismos y sufrimos la condena de la memoria acumulada de todos nuestros pecados. No hay perdón para uno mismo con facilidad. Este es parte de nuestro viaje en este camino de la vida. Abrir el corazón a todo y a todos, incluido nosotros mismos.
La compasión no es algo que se practica solo en el cojín de meditación. Está viva en cada interacción, cada gesto, cada respuesta que damos ante el dolor del otro —y ante el nuestro. En la vida cotidiana, la compasión se manifiesta en formas pequeñas y grandes: escuchar sin juzgar, ofrecer ayuda cuando alguien lo necesita, dar un abrazo sincero, sostener una mirada tierna ante quien está triste, acompañar en silencio a quien sufre, reconocer el dolor propio sin culparse. También se expresa en el compromiso social, en el activismo consciente, en la decisión de no permanecer indiferentes. Sin embargo, muchas veces el dolor ajeno nos resulta abrumador, o nos conecta con nuestro propio dolor no resuelto. En ocasiones reaccionamos con juicio, evitación o incluso dureza, como una forma de protegernos. La práctica consiste en ir cultivando la capacidad de estar presentes con el sufrimiento sin cerrarnos.
Como ya he indicado, una de las dimensiones más desafiante es la autocompasión. Muchas personas, incluso quienes son compasivas con los demás, se tratan con dureza a sí mismas. La autocompasión no es autoindulgencia ni debilidad: es reconocer nuestro propio sufrimiento con la misma ternura que ofreceríamos a un ser querido. Podemos hacernos preguntas como: “¿Cómo me hablaría si fuera mi mejor amigo quien está pasando por esto?” o “¿Qué necesito ahora para aliviar este dolor con amabilidad?”. Estas preguntas abren espacio a una compasión que no divide: todos sufrimos, y todos merecemos alivio.
A nivel psicológico, se ha demostrado que las personas que cultivan la compasión tienen menos estrés, menos síntomas de ansiedad y depresión, y mayor bienestar general. La compasión activa regiones del cerebro vinculadas a la empatía y la conexión, y reduce la actividad en centros relacionados con la amenaza. Desde una perspectiva social, la compasión genera vínculos más profundos, reduce la violencia y promueve la cooperación. En organizaciones, familias y comunidades, la compasión crea entornos más seguros, humanos y resilientes.
Además, la compasión fortalece el coraje. No es pasiva: nos impulsa a actuar. En contextos difíciles, es la compasión la que nos da fuerza para cuidar a los demás, para denunciar injusticias, para sostener procesos de sanación y reconciliación. En tiempos de crisis, la compasión puede ser un faro. Cuando todo parece oscuro, la capacidad de ver y responder al dolor con humanidad nos recuerda que aún hay luz en el mundo —y en nosotros mismos.
La compasión no es una emoción superficial ni una simple cualidad moral: es una fuerza viva que nos conecta con el sufrimiento del mundo y nos mueve a responder desde el amor. En un planeta herido por el egoísmo, la indiferencia y la desconexión, cultivar compasión es un acto radical. Podemos empezar con nosotros mismos, con quienes amamos, y poco a poco abrir ese círculo a toda la humanidad. No se trata de salvar al mundo, sino de no cerrarnos a su dolor. De estar presentes. De cuidar. De actuar con ternura y valentía.
Como decía el maestro tibetano Chögyam Trungpa: “La compasión no es una relación entre el sanador y el herido. Es una relación entre iguales”. Que podamos reconocernos mutuamente en nuestro dolor y, desde ahí, construir un mundo más amable, más humano, más despierto.
Puedes leer más sobre los cuatro inconmensurables aquí:

José Manuel Sánchez Sanz
Director de “El desafío de la conciencia”, del programa de coaching transpersonal, de los retiros de meditación y formador del curso sobre Eneagrama.