“Un ego espiritual es una mente impregnada de ideas y creencias espirituales. Es la idea y la identidad de uno mismo como alguien espiritualmente evolucionado.”
Eva Beronius
Cuando impulsados por nuestras vivencias, nuestras incomodidades, por los golpes de la vida o por sus llamadas, iniciamos un camino de autoconocimiento y ampliación de conciencia suelen suceder algunas consecuencias. Las conversaciones habituales en las reuniones sociales suelen perder relevancia, el contacto con el mundo se abre a una mayor perspectiva, y se nos muestra ante nosotros la enorme diversidad en la que los humanos nos engañamos a nosotros mismos. El consumismo, la disociación, la distracción, los sueños perpetuos, los anhelos y deseos hedónicos, la búsqueda del placer, la búsqueda de éxito o de poder. Todo esto a medida que vamos avanzando se va volviendo más visible a nuestra mirada. Y este efecto trae consigo la paradoja más grande del viaje de la conciencia, que es la trampa que ese viaje en sí puede albergar. El riesgo de ponernos por encima, por considerar que estamos despiertos en un mundo de almas dormidas.
En el sendero del crecimiento interior a medida que uno se abre a mayores ámbitos de conciencia, puede también engrosar un nuevo tipo de ego. Este se suele definir como “ego espiritual”: la identificación de “yo soy más avanzado, más despierto, estoy más allá que tú”.
Desde un punto de vista psicológico y tradicional, el ego es aquello que identifica al sujeto con un “yo” separado, con roles, historias, creencias propias. En el terreno espiritual esa identificación puede mutar: ya no es sólo “yo tengo tal profesión, tal título o tal logro”, sino “yo he despertado, yo comprendo más, yo camino más lejos”. El problema no es la conciencia, no es el despertar, no es que avances, es la actitud que acompaña ese avance y cómo se relaciona con los demás.
En cierto sentido, no es muy diferente del que tiene un mayor coeficiente intelectual y se considera superior, o se aburre con lo lento que van los demás, se desespera y, de una forma lineal o simple, considera su lugar mejor que el del otro.
En el fondo, este riesgo lo padecemos todos. Podemos estar de acuerdo en que todos somos igual de legítimos y nadie es mejor que nadie, pero si se nos permitiera elegir el lugar o las cualidades en la vida, todos escogeríamos ser inteligentes, guapos y con una salud estupenda.
Esto es consecuencia de nuestro sistema automático de defensa y la profunda creencia de que la supervivencia no está garantizada y, por tanto, poseer estas cualidades, supone una ventaja a la hora de poder sentirse a salvo del peligro del dolor, los padecimientos o las privaciones de un futuro incierto.
Así surge un umbral. ¿Qué significa adquirir conocimiento? Y, ¿qué debo hacer con él? En el camino de la ampliación de conciencia hay un momento en el que el intelecto nos ayuda a entender los mecanismos que subyacen al comportamiento humano. Las causas de nuestro sufrimiento. El funcionamiento de la mente y de las emociones. Se produce una enorme adquisición de saber, de información esencial para la comprensión del universo que nos rodea y del significado de lo que llamamos vida humana.
Sin embargo, el conocimiento no es en sí, el crecimiento. Es solo un paso en el camino, y si no se pone al servicio de la propia apertura del corazón y de la apertura de la conciencia, al servicio de alejarse del egocentrismo y del viaje del yo al nosotros, entonces, ese conocimiento tan solo es poder. Un poder tan egoico como cualquier otro. Quizá incluso más peligroso porque se nos aparece disfrazado de esencia, de viaje nuclear, de entendimiento primordial y desde ahí como más importante que cualquier otra cosa. Ser poseedores de ese conocimiento, si no cultivamos nuestra atención, de nuevo da paz a las necesidades del sistema automático porque nos acerca a una conciencia de la vida con más sentido, con mayor dimensión y nos abre un mundo fascinante de posibilidades donde estar en lo interesante, en lo que realmente importa y no en lo mundano y banal donde aún permanece la mayor parte de la humanidad.
Si sentimos el poder de estar más avanzados y lo que nos rodea es la ignorancia, o incluso la estupidez, las manipulaciones evidentes de los humanos son fáciles de percibir, los autoengaños, el miedo camuflado de falsa invulnerabilidad. La falta de responsabilidad. La negligencia en las tareas y en los deberes. La actitud infantil ante los desafíos de la vida.
Desde ahí, desde la posición de observador de este teatro de la vida, corremos el riesgo de sentir que nos hemos salido fuera. Que esas mismas reglas ya no nos aplican a nosotros porque nosotros ya estamos en otro nivel. En otro conocimiento.
Entonces buscamos a los que, como nosotros, ya saben que los demás están escondidos detrás de sus máscaras, y así podemos hablar de temas mucho más interesantes o elevados. Y cuando nos relacionamos con esos otros a los que consideramos atrás, muchas veces callamos, nos cuesta intervenir, a veces desde la incapacidad de encontrar el propio lugar en este espacio nuevo y, otras veces, desde la mirada condescendiente que considera que “no merece la pena”.
En la mirada antroposófica hay una figura para definir este ego, lo llaman “el doble”. El yo sería el ser que intenta evolucionar en el camino de la conciencia desde un lugar que vamos a denominar honesto o lo más humilde y consciente posible y el doble sería la parte de ese mismo ser que sigue enganchada a la búsqueda de un buen lugar frente a la incertidumbre del futuro y responde a reacciones automáticas de defensa ya sean conscientes o inconscientes.
Lo que dice la tradición es que el yo evoluciona y crece, adquiere conocimientos, discernimiento, abre su mente, su corazón y su voluntad al camino y el doble, como consecuencia, también crece y evoluciona con una defensa de lo egoico cada vez más sofisticada, más sutil, disfrazada de luz o de virtud, de humildad no conectada y en definitiva de defensa de ser feliz y no sufrir.
De esta forma, el conflicto que se produce dentro de todos los humanos sigue siendo igual de desafiante, con una lucha interior que, a medida que vamos ganando recursos, eleva su desafío para mantenerse en ese mismo nivel de dificultad que el desarrollo humano de la conciencia requiere.
Crecer es un acto de voluntad, no es una nueva inercia, y la batalla interior siempre está servida.
Imagino en mi mente al yo y al doble como dos antagonistas de un arte marcial, que se saludan noblemente antes de iniciar el combate y puedo sentir como el doble se acerca al yo y le dice estas palabras. “Espero y deseo profundamente que salgas victorioso y logres derrotarme, más por mi parte, haré todo lo posible por evitarlo y destruirte y no cederé jamás”.
Con estas palabras, el doble se entrega a su papel de maestro del camino. El papel de traer lo difícil y lo oscuro a un camino que no es luminoso desde lo sencillo, sino que es una luminosidad que acepta y acoge la oscuridad y que supone así un viaje hacia lo simple, pero no fácil.
No podremos avanzar hasta que no aceptemos que no hay oscuridad sino ignorancia, y que la ignorancia está dentro de nosotros y nada más que dentro de nosotros. Y que el otro es nosotros, y que nosotros en realidad es uno. Nunca hubo más que uno solo que lo es todo y el yo es tan solo una ilusión.
¿Cuáles son las trampas del ego espiritual que acechan por tanto en el camino? Las sutilezas que el nuevo desafío nos depara en el silencio entre las notas, oculto en medio de la mirada compasiva que esconde superioridad o condescendencia o detrás del silencio que más que sabiduría es la consecuencia de no saber desenvolverse en un lugar nuevo. La trampa de la necesidad constante de lo sublime y la incapacidad para encontrar el viaje en lo mundano.
En primer lugar, está la ilusión de separación que se sustenta en lo espiritual.
Aunque pareciera contradictorio, el verdadero camino espiritual disuelve la separación: el “yo” y el “otro” se van revelando como la misma conciencia en distintos cuerpos. Pero cuando uno piensa “yo estoy por encima”, refuerza un “yo separado” que señala y jerarquiza al “otro”. Es, en efecto, una forma sutil de ego. En lugar de reconocer la unidad de todo, se reproduce un sistema de niveles (“yo aquí, otros allí”), lo cual contradice precisamente la ampliación de conciencia.
En segundo lugar, está esa sensación de “yo evolucionado” como nuevo disfraz del ego.
Cuando has tenido experiencias de mayor claridad, de conexión, de amor, es natural que eso te cambie. Pero si identificas ese cambio con “ser alguien que es más”, lo elevas a un nivel de autoimagen. Creer que ya “no tengo ego” es una forma de ego.
En tercer lugar, podríamos nombrar el peligro del “avance espiritual” como jerarquía.
En muchas tradiciones se advierte del estado que se llama “zona intermedia”. Un espacio entre la conciencia ordinaria y la realización plena que puede dar pie a los engaños del ego. En esa zona, uno tiene vislumbres, experiencias, avances… y empieza a crear una narrativa de “yo estoy más lejos que tú”, cuando en realidad aún está en un nivel de ilusión.
Este tipo de jerarquía no sólo perjudica la sinceridad del propio camino, sino que también puede dañar la comunidad espiritual, generar sectarismos, competiciones sutiles.
En cuarto lugar, está la barrera que se pone entre el yo y la verdadera humildad.
Si te crees por encima, la humildad se diluye. Y la humildad no es auto-menosprecio: es reconocer que la conciencia no es algo que “logro” y luego “me convierto en alguien”, sino que ya soy, y que mis avances no me sitúan “por encima” de nadie. Las enseñanzas de muchas tradiciones sostienen que la verdadera sabiduría no reclama superioridad, sino sencillez de corazón. Solo desde aquí el conocimiento en lugar de ser poder, al ponerse al servicio del viaje espiritual y de la disolución del yo, comienza a ser sabiduría.
Avanzar no significa “ser mejor”. Significa “ser más consciente”. Y la consciencia auténtica incluye ver mis patrones, mis apegos, mi identificación con “ser alguien”. Cada meditación, cada paso, puede ser una oportunidad para reconocer que el avance no es para compararse, sino para servir. La humildad no ve a los demás como “por debajo”, sino como iguales con diferentes caminos.
El maestro venerado Ramana Maharshi enseñaba que la clave está en investigar el “yo” mismo, en lugar de comparar “quién soy yo” con “quién eres tú”. En su enseñanza se nota la ausencia de jerarquía: el ego desaparece al ver que no hay “yo separado”.
Entender la ampliación de la conciencia como entrar en un nuevo yo, tiene el riesgo de cambiar el traje del ego. La disolución del yo es el camino y si se recorre desde la humildad podremos darnos cuenta de cómo cuesta soltar el yo y cómo tratamos de reconstruir siempre ese lugar seguro identificándonos con los avances y consolidando el nuevo lugar como una respuesta y mejora del anterior, en lugar de ser la base de nuevas preguntas.
La actitud de “yo he llegado” es una nueva ilusión. Es el llamado materialismo espiritual o la trampa de usar la espiritualidad para alimentar el ego, la reputación, el “autopresente” yo soy más. El camino no es una escalera hacia arriba contra otros, sino un movimiento hacia adentro que simultáneamente expande hacia afuera. Pasar de afirmar “este es mi camino y esto es para mí”, a “esto es para todos, para el todo”. Esto es estar en coherencia.
Reconocer este ego en nosotros no es motivo de culpa, sino de compasión hacia nosotros mismos. Es normal que nuestro ego se defienda del avance, no desea desaparecer. Aceptar que somos un proceso, que será irregular y que siempre estamos en duelo con nuestro doble, es una hermosa oportunidad de poder mirar de nuevo a la humildad, la apertura, y de poder ponernos al servicio.
El maestro espiritual Sri Sri Ravi Shankar, nos habla de que hay tres tipos de personas en el andén de la parada del autobús que representa el viaje espiritual de cada uno hacia su interior y desde ahí hacia el todo. Un primer grupo no es consciente ni siquiera de que haya un autobús, no sabe que están en el andén de la estación y por tanto no se plantea cambiar. Este grupo nota las grietas de la vida al igual que cualquiera de nosotros, pero cree que efectivamente la vida es eso y no se cuestiona nada más. No saben que están mal, ni que son desdichados y hacen desdichados a los demás. No se cuestionan que exista el estar bien al no ser conscientes de estar mal. Están disociados en el olvido de ellos mismos. Al menos por el momento. Después hay un segundo grupo, consciente de estar en la estación, pero con mucha resistencia a subir al autobús. Estos si son conscientes de estar mal. De habitar el sufrimiento. Pero no se atreven a intentar estar bien. Les vence el miedo y ceden a las necesidades de su ego, a los beneficios de mantenerse en su personaje. Al menos por el momento. Y por último los hay que saben, entienden y desean dejar de sufrir. Desean subir y reunir el coraje de crecer e ir más allá.
El maestro dice. “No te compares con los demás. No sabes cómo es su viaje. Si deseas subir, hazlo, haz tu tarea, sigue tu destino ya que compites contra ti mismo”.
El camino es solo uno, y cada uno lo recorre de forma incomprensible para los otros. Vemos el mundo fragmentado y en ese pequeño fragmento podemos decir que están más avanzados los que desean subir al autobús. Pero si pudiéramos ver la película completa, es en realidad circular y, por tanto, superior a nuestra comprensión.
Si somos todos uno, si somos olas de un mismo mar, la estación, el autobús, los demás, es todo, una ilusión.
Sigue tu camino. Haz tu tarea.
El verdadero camino no reside en llegar “más alto” que otros, sino en llegar más profundamente a tu propia esencia y al mismo tiempo reconocerte parte de la totalidad, sin excepción. Cuando esa actitud se arraiga (y no la comparación) el camino deja de tener rivales, y se convierte en expansión compartida.
Que tu práctica sea un servicio, un descubrimiento, una ofrenda de presencia más que de posición. Y que cada paso sea, en sí mismo, humilde, generoso y abierto.
José Manuel Sánchez Sanz
Director de “El desafío de la conciencia”, del programa de coaching transpersonal, de los retiros de meditación y formador del curso sobre Eneagrama.