El desafío del momento presente

Toda acción está justificada con tal de alejarnos del dolor. La sensación de aparente seguridad, la falsa sensación de felicidad en una realidad domesticada es mucho más aceptable que el riesgo a contactar con la realidad y lo que no podemos controlar. La incertidumbre de sufrir es insoportable o incluso el sufrimiento presente. Es mejor disociarse, mirar en otra dirección, hacer como que no pasa nada, entretenernos con acciones distractivas, disfrutes hedónicos o placeres inmediatos. 

La idea de la posibilidad de que algo nos atraviese el corazón es insoportable para nosotros. Es mejor taparlo debajo de escudos y cofres, ocultarlo incluso de la luz… antes que sentir la verdad. La verdad que se presenta desnuda cuando nada ya puede sostenerse. Cuando la realidad nos confronta de manera inexorable. 

Todos vivimos una realidad más o menos controlada. Una realidad con espacio parcial para una sensación de libertad que nos haga creer que tiene sentido sostenerla. Una realidad que hace creíble un sofisticado mecanismo de defensa que nos hace creer que estamos a salvo emocionalmente. Pero a salvo de qué, de quién… en realidad nada ni nadie nos puede dañar de manera emocional si nosotros no se lo permitimos… Pero lo hacemos. Lo permitimos todo el tiempo. Incluso lo anticipamos. 

Por tanto, es de nosotros mismos de quienes nos tenemos que defender. El escudo es para poder desconectar del peligro solo que el peligro somos nosotros mismos. El enemigo ya está dentro, a este lado del escudo. No hay manera de defenderse de esto que ya está dentro. La estructura de defensa está diseñada para dejar el peligro fuera, pero el peligro somos nosotros mismos, así que la estructura de defensa nos desconecta de nosotros mismos, para dejarnos fuera… El resultado es la ausencia de yo. El vacío más absoluto. La incapacidad para saciar lo que solo puede ser atendido por aquello de lo que nos hemos desconectado. 

Este es el viaje de la ampliación de conciencia. La lucha contra el sistema automático diseñado para evitar el sufrimiento y buscar la supervivencia a través de la aparente estabilidad emocional a toda costa. Para ello, el sistema de inercia o automático debe desconectarnos del momento presente. El único lugar donde suceden de verdad las cosas. Donde no podemos escapar de la realidad que esta presenta tal y como es sin posibles estrategias de distracción o disfraz alguno. Por ello, el sistema de defensa nos aleja de manera constante del momento presente. Nos lleva al futuro y nos abruma con sus posibles peligros que son en realidad proyecciones de nuestro pasado o el de otros que hemos conocido. 

El miedo es el motor del sistema de inercia, del programa de supervivencia y ese miedo nos lleva a la defensa y a disociarnos en cuanto el presente amenaza con hacernos sentir algo real que intuimos como desagradable. El miedo a sufrir, a sentir lo que creemos que no vamos a poder sostener. Lo que intuimos que desmontará el sistema de defensa y dejará en evidencia las tramas, distracciones y disfraces y en el fondo las mentiras a nosotros mismos que nos hemos contado y en lo que hemos convertido nuestra vida.  

El miedo a sufrir, a sentir la tristeza o el dolor siempre asociado a la pérdida de algo. La rabia como la reacción ante algo o alguien que nos hace sufrir o nos acerca a esa pérdida que provocará el sufrimiento. Es mejor identificar esa rabia como reacción contra el exterior por sus actos injustos o molestos y ese miedo como una reacción natural ante el riesgo de perder algo. Sin embargo, no nos paramos a pensar qué hay detrás de ese sufrimiento, de esa incapacidad para sostener el momento de conectar con lo que hay detrás de la rabia o del miedo. 

Esa conexión con el vacío, esa herida ancestral que solo podemos sanar conectándonos con nosotros mismos. Posibilidad que hemos perdido o de la que nos hemos alejado precisamente al disociarnos y al tratar de alejarnos de nosotros mismos y de la posibilidad de sentir como si nosotros fuéramos la fuente de peligro. Y realmente lo somos si de lo que se trata es de no sufrir. Pero no se trata de eso, se trata de sentir. De estar vivos. De sostener lo que la vida nos depara. 

Para evitar esta conexión debemos eludir ese espacio o lugar donde sentir es inevitable. El momento presente. Mejor escapar de una y mil formas de él. Cine, tv, el móvil, la charla constante con los demás… eludir el silencio, los momentos a solas conmigo mismo, la conexión con las sensaciones del presente no sea que algo me despierte y tome conciencia de lo que realmente hay. 

Junto al sistema automático de supervivencia, nuestro ser dispone de otro sistema. Un sistema capaz de ser consciente de lo que ocurre, verlo, nombrarlo y sostenerlo para crecer y evolucionar. Un sistema no destinado a sobrevivir sino a ampliar la conciencia y a sentir la plenitud existencial. Esto no significa sentir placer, paz o armonía. Significa sentir lo que sea en cada momento presente, aunque sea doloroso, agradable, o desagradable. Y sostenerlo sin escapar, sin ir a ningún otro lado. 

Este sistema es el sistema consciente. El sistema automático no cederá, solo deja paso al sistema consciente cuando no sienta que tenga otra alternativa. Cuando la vida te desnuda ante lo evidente y no puedes eludirlo, hay en realidad una oportunidad de crecer, de aprender y de evolucionar y ampliar la conciencia, dando sentido a ese viaje que llamamos vida. 

Lo que nos dice el sistema automático y la lógica es que, cuando sentimos la carencia y el vacío de la desconexión, debemos adquirir algo, ya que sentimos que nos falta algo. Entonces buscamos cubrir el agujero con multitud de acciones, experiencias, relaciones, logros o posesiones. En realidad, la verdad es mucho más sencilla y sorprendentemente contraintuitiva. 

El sistema consciente nos devuelve que cuando sentimos que nos falta algo, en realidad nos sobran muchas cosas. Nos sobran objetivos, metas, resultados, sensaciones disociadas y cortoplacistas y nos sobran capas y capas de defensas y disociaciones que nos alejan de nosotros mismos y de quienes realmente somos. El infierno realmente existe y está en esta existencia cuando nos desconectamos de nosotros mismos y caemos “en el olvido de sí”.  

La única manera de recuperar la conexión y acercarnos a lo que somos realmente es habitando de manera plena el aquí y ahora del momento presente. Sosteniendo lo que ahí sucede, sin apego, sin defensas o justificaciones. De manera adulta, compasiva con nosotros mismos y no por eso laxa o indulgente. 

Solo a través del instante real presente, y haciendo silencio para escucharlo, sentirlo y habitarlo, tenemos la oportunidad de conectar con quienes somos realmente y hacer que la armadura sea conocida, vista, innecesaria, aunque difícil de eliminar. Este es el camino del crecimiento. Una labor para toda la vida que hace sentido y que, dentro de nosotros, cuando iniciamos el sendero, nos devuelve el eco de estar realmente volviendo a casa. 

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José Manuel Sánchez Sanz

Director de “El desafío de la conciencia”, del programa de coaching transpersonal, de los retiros de meditación y formador del curso sobre Eneagrama.

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