A lo largo de varios escritos hemos hablado de esas cualidades del ser que nos abren a una vida más plena de aceptación y de entrega al camino de la conciencia. Que nos conectan con nosotros mismos y con lo que realmente somos. Los llamados cuatro inconmensurables: La bondad amorosa, la compasión, la alegría empática y la ecuanimidad.
Sin embargo, una y otra vez el camino se vuelve empinado para todos. El miedo, la ira, nos invaden. La tristeza nos amenaza con traer sufrimiento y, cansados de tener el coraje de sostener la vida, nos refugiamos en nuestro interior, endurecemos el corazón y tratamos de controlar lo que nos depare el futuro en un vano intento de sentir que existe la posibilidad de estar a salvo.
Nacemos herederos de la unidad, de lo inefable, y el viaje es el de unos seres o almas que sienten la orfandad de la no dualidad. Cualquier acercamiento buscando fundirnos en el amor con los demás, nos acerca más y más a lo que somos y cualquier alejamiento nos deja en el olvido de sí y en el miedo y la necesidad de asegurar la vida en una versión tergiversada y domesticada de la auténtica existencia.
El viaje es siempre el mismo. Estar a salvo del sufrimiento. Y el camino automático que recorremos por instinto es el de buscar esta solución fuera. Y como sentirnos a salvo fuera. Cómo lograr esa seguridad a través de los demás. Una tarea imposible que tratamos de lograr a base de convertirnos en la versión que creemos que el mundo demanda de nosotros. Nos falseamos, nos reducimos, nos defendemos, con el fin de ser admitidos. La necesidad de pertenecer, de tener un lugar y de que éste sea un buen lugar nos lleva a tratar de ser eficientes, miembros con valor para el grupo que debe aceptarnos. No es lo mismo tener dinero que no tenerlo. El dinero da seguridad o poder y eso nos hace sentir que estamos mejor situados ante el peligro del potencial sufrimiento de la vida. No nos faltará. No tendremos carencia. Imaginamos que no poseer objetos o propiedades traerá el sufrimiento. No podremos elegir. Seremos menos libres. En otras ocasiones es más sutil. Necesitamos sentir que nos aman. Necesitamos el reconocimiento de los demás. Proyectamos la imagen de belleza, de perfección, de eficiencia, de inteligencia, de cualidades que creemos que harán que se nos aprecie más. Buscamos el amor a través de la influencia, o de la seducción. Otra forma vana de sentirnos a salvo. O quizá encontramos alguien que nos ama realmente, que nos hace sentir esto que estamos buscando, y entonces nos dedicamos a ser perfectos para él o para ella. No decimos no, o exigimos constantes demostraciones de amor y de entrega que tranquilicen nuestro miedo interno a no ser suficientes, a ser abandonados.
Si no tenemos lo anhelado, sufrimos la carencia y si lo tenemos, acumulamos miedo y defensa para no perderlo. En ocasiones la defensa es aislarse de los demás. Si no me pueden hacer daño estaré a salvo. Mejor solo y autosuficiente. Mejor no dependo. Mejor invulnerable. Y el precio de la soledad se justifica como el único camino de la seguridad.
En lo más profundo es la búsqueda de evitar el sufrimiento. La búsqueda de un estar bien que confundimos con felicidad. La felicidad como ausencia de dolor. La identificación de la buena vida como esos momentos donde no hay ninguna perdida o lesión, donde todo es tal como queremos y nos sentimos bien y a salvo.
La vida a veces ofrece estos momentos perfectos. Quizá ese sea el problema. Que son perfectos y generan en nosotros el espejismo de un ideal. Una proyección de un momento a la posibilidad de una larga vida en ese estado. Esto no solo es imposible. sino que en realidad el cambio en nosotros mismos terminaría por encontrar problemas en lo que meses atrás era perfección.
Todo es cambio y nada es permanente y por tanto ese bienestar perfecto en sí mismo debería ser capaz de adaptarse a nuestra necesidad en cada instante. Algo inalcanzable y perdido de antemano, ya que ni yo mismo se lo que voy a desear en el futuro y mis deseos además pueden ser los problemas para otros. En un mundo de infinitas interacciones con todo cocreado, el bienestar egoico de uno puede ser el malestar de muchos. Es muy ingenuo imaginar que puedo lograr estar siempre en la parte de la balanza del bienestar. Aunque es precisamente eso lo que todos pretendemos con la forma automática a la defensiva en la que vivimos.
Vivimos buscándonos la vida, luchando en el mercado de ese bienestar creyendo que es un bien escaso y que no hay para todos y que, si no me muevo con habilidad, perderé las oportunidades de ser feliz y estar a salvo. Es como si la vida no nos perteneciese y tuviéramos que ganárnosla.
En este escenario de búsqueda externa de la felicidad y de identificación de felicidad con cierta comodidad o seguridad absoluta, deseos y anhelos cumplidos y sensación de plenitud permanente, qué difícil es entonces abrir el corazón y reunir el coraje de amar. En ese espacio los cuatro inconmensurables se vuelven una carga pesada llena de riesgo y de miedos de todo tipo. Cómo alegrarme de la felicidad del otro si, de alguna forma siento, que el otro tiene lo que yo deseo y anhelo y que es injusto es no tenerlo. Igual he luchado con muchas energías los logros y no me ha llegado la recompensa y veo cómo el otro, sin tanto esfuerzo o así quiero juzgarlo yo, lo logra y termina poseyendo lo que era para mí. Aquello en donde yo había proyectado mi felicidad. Qué difícil alegrarme sinceramente con mi amigo cuando la mujer o el hombre del que estoy enamorado lo ha escogido a él. Y qué difícil conservar la amistad, para asistir diariamente a ver cómo el otro recibe de esa persona amada lo que yo secretamente deseaba.
La envidia nace de la sensación de escasez, de carencia, de que no hay para todos y de que si tú lo consigues yo lo tendré más difícil, de que me quedo atrás y de que veo delante de mí lo que perdí o siento que no podré lograr.
La bondad amorosa resulta igualmente difícil en un mundo de escasez. Cómo regalar mi distancia y mi amor incondicional al ser amado que no me corresponde, cuando lo que deseo es que me corresponda y me quiera. Cómo dar a los seres queridos y, en el fondo, no estar esperando una justa compensación. Cómo no pedir a través del dar o del cuidar. Cómo no dar para volvernos más valiosos para el otro. Al final, se trata de desear el bien al otro, de desearlo en lo más profundo. Pero qué difícil sostener ese deseo cuando sostenerlo puede llegar a suponer para nosotros un cierto sacrificio.
De igual forma, amar al otro como igual, a través de la compasión. Qué difícil cuando me has hecho daño. Cuando me causaste dolor. Cuando estoy cansado y no eres “de los míos” y me exiges que sea generoso. Cuando tengo prisa y eres el cajero más pausado del supermercado o un conductor lento o más torpe por no saber a dónde te diriges. Es difícil ser compasivo y reunir el coraje de amar cuando supone soltar cierto control, ciertas necesidades, abrirse a una mirada diferente y llena de espacio en lugar de una mirada que exige una forma concreta como el único resultado válido.
Y aún más difícil la ecuanimidad cuando veo la injusticia, cuando siento el desequilibrio, cuando veo las dificultades que debo sostener para obtener un resultado que considero necesario y contemplo como otros no las sostienen y esperan el mismo o mayor beneficio que yo. Qué difícil abrir el corazón y permanecer en equilibrio poniendo límites sin añadir dolor o sufrimiento, ira o deseo de venganza disfrazada de compensación.
Cómo abrir el corazón a los demás y a la vida cuando me echa carga encima, cuando no responde a mis necesidades, anhelos y expectativas. Cómo amar a todos los elementos de una situación cuando siento que mis heridas de rechazo, abandono, traición, humillación o injusticia que aprendí a sentir de niño, se disparan una y otra vez a mi alrededor disfrazadas de diferentes realidades, personas o situaciones.
La respuesta es bien simple. A pesar de ser conscientes de los beneficios de abrir el corazón y sus efectos en la salud, de las estadísticas de longevidad de las personas felices, de la respuesta de elevada activación que da el cerebro en las partes involucradas en nuestra felicidad ante actos de entrega a los demás, de compasión y de amor desinteresado. A pesar de todo ello, si el viaje se hace hacia el exterior, esperando que ese mundo que observamos nos devuelva la siembra de nuestros esfuerzos en generar en nosotros las cualidades de la compasión, la bondad amorosa, la alegría empática o la ecuanimidad, la respuesta será absolutamente frustrante. No funcionará. El mundo no me compensará. Puede que no tenga más salud, puede que no viva más tiempo, puede incluso que mis amigos me traicionen o no logre el amor de pareja que anhelo. A pesar de cultivar los cuatro inconmensurables puede que mi vida, demandada al exterior siga sin ser lo que espero, lo que quiero obtener. Es así. La vida no está aquí para cumplir mis expectativas. Y mi amor puede morir en un accidente o de una enfermedad y este hecho no lo cambiaré siendo mejor persona, más amorosa, más alegre y empática, más compasiva, o más ecuánime.
El viaje nunca fue de esta forma. No estamos hablando de descubrir las claves para que la vida me dé y me entregue la felicidad externa tal y como la tengo idealizada. No funciona así.
El viaje, el camino, es hacia dentro de nosotros. Es el sendero del autodescubrimiento. La ruta hacia la escucha y la búsqueda de quien soy realmente. La senda del desprendimiento de todo lo que no soy y de la expectativa de que el mundo y lo que anhelo de él, está fuera de mí. En experiencias, satisfacciones, relaciones o conocimientos. Más allá de la respiración, al otro lado, está lo que somos. Hojas de un mismo árbol que han perdido la conciencia de que poseemos un tronco común. Que somos el árbol y no su manifestación fugaz en hojas y que la vida es un recorrido de descubrimiento de quien soy y quien es el ser humano. Que el camino no es huir del sufrimiento sino, muy al contrario, caminar hacia él con coraje y atravesarlo. Trascenderlo. Conectar con que no es más que un reflejo de lo que no somos y a lo que debo renunciar. En el momento en el que abracemos el dolor inevitable de este mundo, el sufrimiento o la resistencia cesará. Es como si fuéramos una tubería y la vida pasará a través nuestro. Cada vez que sufrimos es por fricción. La tubería está llena de residuos y objetos adheridos que no son en esencia la tubería, que no son nosotros pero que por fricción dificultan el paso del agua y provocan sufrimiento. ¿Qué es la felicidad entonces? Es limpiar la tubería para que el agua fluya libre y ligera. Y éste es un viaje hacia dentro. A limpiar cada uno de nosotros sus resistencias a la vida. En este sentido, los cuatro inconmensurables, en este viaje interior, no son más que herramientas o formas de limpiar las tuberías de adherencias, resistencias, deseos, anhelos, miedos y necesidades que no son esencialmente lo que somos, sino que lo hemos añadido pensando que serían útiles para alcanzar esa felicidad, sin ser conscientes de que nos condenaban a una vida de certero sufrimiento. Si seguimos en la identificación de lo que no somos, las resistencias aumentarán hasta que las aguas dejen de circular, se estanquen y se pudran.
Abrir el corazón desde dentro supone conectar con la abundancia de una existencia en la que no tengo por qué ganarme una vida que es plena desde el principio o está en mí. Eso sí, no serán las comodidades de la existencia las que me den esa felicidad, no obtendré lo que busco adorando ídolos de barro. El camino es el de la conciencia, el de la escucha de mí mismo y el de la seguridad que da el saber que no tengo que ser de ninguna manera o lograr nada. Que no debo llegar a ningún sitio. Que todo está bien tal y como es aquí y ahora.
Puedes leer más sobre los cuatro inconmensurables aquí:
- Los cuatro inconmensurables: el corazón que despierta.
- Los cuatro inconmensurables y sus enemigos: la sutilidad de la verdad última.
- Amor benevolente: un corazón abierto hacia todos los seres.
- La compasión: el deseo profundo de aliviar el sufrimiento del mundo
- La alegría empática: celebrar la felicidad del otro
- Ecuanimidad: el corazón inquebrantable de la sabiduría

José Manuel Sánchez Sanz
Director de “El desafío de la conciencia”, del programa de coaching transpersonal, de los retiros de meditación y formador del curso sobre Eneagrama.