Era una tarde de otoño en un pequeño pueblo donde las hojas caían de los árboles como si el viento, caprichoso y sabio, las invitara a bailar al ritmo de una música secreta que solo ellos escuchaban. En el mismo pueblo vivía una piedra, pesada, antigua y quieta, que llevaba siglos observando el mundo sin mover un solo grano de su ser. Su lugar era al borde de un camino, donde el polvo y el sol la tocaban de vez en cuando, pero nada parecía alterarla. La piedra había aprendido, a lo largo de los años, a no esperar mucho de la vida. Se tomaba a sí misma con la seriedad de quien sabe que todo tiene su lugar, incluso la quietud.
Un día, cuando la tarde ya se teñía de dorado, una hoja, ligera como un suspiro, pasó flotando por encima de la piedra, danzando al ritmo de la brisa. La piedra la observó con una mezcla de desconcierto y admiración. La hoja, sin embargo, parecía no notar la mirada fija de la piedra. Se movía con tal ligereza que parecía desafiar las leyes del peso y la gravedad. En su suave descenso, la hoja decidió hablarle a la piedra, con una voz que parecía contener el susurro de todos los vientos.
—¿Por qué no te mueves? —preguntó la hoja, girando suavemente en el aire.
La piedra, acostumbrada a no ser interpelada, se quedó en silencio por un momento. Luego, con una voz profunda que resonaba con el eco de los siglos, respondió:
—No necesito moverme. Yo soy la quietud misma. El mundo sigue su curso a mi alrededor, pero yo permanezco. He aprendido a no dejarme arrastrar por la brisa ni por los movimientos del aire. Todo tiene su peso, su lugar y su momento.
La hoja se detuvo por un segundo, como si estuviera reflexionando, pero al fin soltó una risa ligera que flotó como un pétalo en el aire.
—Pero esa es precisamente la razón por la que nunca volarás. El peso te impide danzar con el viento, y la seriedad te priva de la libertad de la risa. Yo me entrego al viento, y él me lleva a donde debe. No pienso, no controlo, solo fluyo. Mi ligereza no es un capricho, es mi forma de ser verdaderamente seria.
La piedra, aún sin entender completamente, permaneció firme en su postura. Sin embargo, la hoja no dejó de hablar, y su voz parecía hacerse más fuerte con cada palabra.
—Si no puedes reírte de ti misma, si no puedes reírte de la vida, es porque estás demasiado tensa, demasiado seria. El humor es la verdadera medida de la seriedad. No se trata de hacer las cosas a la perfección, sino de entregarse a ellas con ligereza. La verdadera libertad está en la capacidad de ser ligero, como el viento que se ríe de las montañas porque no las necesita para volar.
La piedra, después de un largo silencio, sintió algo extraño en su interior. Un cosquilleo, casi imperceptible, comenzó a recorrer su superficie. Algo se había movido en ella, algo que no podía entender, pero que de alguna forma sentía. El viento, que antes parecía ajeno a su existencia, comenzaba a susurrar a través de sus grietas. La piedra, por primera vez en siglos, comenzó a dudar de su inmovilidad.
—¿Qué sucedería si me dejara llevar? —se preguntó la piedra en voz baja.
La hoja, al escuchar la pregunta, volvió a reír, esta vez con una risa que se mezclaba con el canto del viento.
—Lo que sucedería es que volarías. No porque tú lo quieras, sino porque la vida no se detiene. El viento te lleva, te mueve, y de repente ya no eres la piedra que conoces. Te conviertes en parte de algo más grande. La danza no la haces tú, la danza te hace a ti.
La piedra, con el corazón lleno de una curiosa ligereza, se sintió por un instante tan liviana como una nube. El peso que había llevado durante tanto tiempo parecía desvanecerse. No podía comprender todo lo que la hoja le decía, pero de alguna forma, empezaba a entender que tal vez, solo tal vez, la seriedad de la vida no era la quietud ni la perfección, sino la capacidad de soltarse al viento, de reírse de uno mismo y de dejarse llevar por el flujo que mueve todas las cosas.
La hoja, viendo que la piedra comenzaba a entender, hizo una última pirueta en el aire y se alejó, danzando hacia su destino final. La piedra, ahora más ligera, cerró los ojos por un momento, sintiendo que la brisa ya no la tocaba solo desde afuera, sino también desde adentro. En su quietud, por primera vez, se dio cuenta de que no necesitaba moverse para volar, que la vida no se trata de tomar las cosas demasiado en serio, sino de reírse de ellas y dejarse llevar por el juego.
Y así, en ese rincón del mundo, donde el viento nunca dejaba de susurrar y las hojas danzaban con la gracia de lo eterno, la piedra aprendió a ser ligera, no moviéndose, sino siendo parte de todo lo que la rodeaba. Y desde entonces, en el rincón de aquel pueblo olvidado, se dice que la piedra, aunque nunca se movió, siempre llevó dentro de sí un eco de risa que la hacía ligera como el viento.

Susana Pérez Herrero
Alumna del curso de Coaching Transpersonal. Coach y psicóloga especializada en coaching ejecutivo, sistémico y de equipos.