El empinado viaje de la conciencia

Hoy hablaba con un futuro alumno de la formación de coaching transpersonal y le preguntaba si tenía contacto con la práctica de la meditación. Él me contestaba que sí que había hecho algunos retiros de silencio y meditación de una semana o 10 días. Entonces con naturalidad yo le pregunté: “Entonces, ¿meditas habitualmente? ¿Sigues la práctica de manera constante?”. Y me respondía. “No. Últimamente llevo tiempo que no me pongo. Estoy un poco desconectado. El día se me va y no acabo de encontrar el hueco”.

Esto supongo que no os resulta extraño. Imagino que os suena. Incluso os pasará como nos pasa a todos. El aspecto árido de esta práctica. La dificultad.

Sin embargo, pensé: “A todos los humanos les resulta difícil la meditación. A todos. Y también a los que supuestamente ya han cruzado la barrera de los retiros o han dedicado periodos largos de su vida a meditar de manera constante”.

Esto, ¿cómo es posible? ¿Cómo es posible que dediquemos el tiempo a las necesidades cotidianas e incluso triviales o a perder el tiempo en las redes sociales y no a lo que puede ser esencial?

Que incluso les ocurra a las personas que ya saben que esto es esencial.

Los humanos no estamos mal fabricados. No somos algo que falla y que tenemos que arreglar. Si hacemos esto. Si nos inclinamos por cosas no importantes en lugar de lo esencial, debe ser por algo. Debe haber una lógica detrás de algún tipo.

Supongo que no soy el único que toma conciencia muchas veces de estar dedicando la energía a cosas que no son tan importantes y dejando a veces de lado lo esencial. Por momentos nos enfadamos por cosas sin importancia que ponemos en su justo lugar después pasado el tiempo. O nos preocupamos o perseguimos cosas, dedicando mucho esfuerzo, que dejan de ser relevantes una vez que se alcanzan.

¿Por qué todo esto? ¿Qué hay detrás?

La respuesta es muy sencilla y a la vez nos devuelve toda la complejidad del viaje de la conciencia.

Los humanos estamos diseñados de forma automática para sobrevivir. Es nuestro imperativo biológico. La supervivencia.

Todo el tiempo estamos analizando el mundo en me gusta o no me gusta, no hay término medio. Y el me gusta es: me acerca al amor, el disfrute, la seguridad, la sensación de pertenencia, etc. Todos elementos de la mayor posibilidad de sobrevivir. Y lo que no me gusta pone en peligro de alguna forma esto, o creo que lo pone en peligro.

Así, verme como alguien importante, me hace sentir que tengo un lugar mejor en el mundo y por tanto con más posibilidades de disfrute, poder, reconocimiento, atención, atracción, compañía, capacidad de acción, dinero, etc.… todo ello elementos que me traen seguridad de estar en un buen lugar para sobrevivir.

Todo lo que hacemos los humanos de manera automática, sin pensar, busca esta sensación de una forma u otra. No siempre es seguridad estándar, es sensación de estar aprovechando la vida, sintiéndola de forma elevada, es la acumulación de experiencias, de vivencias, de personas, de posesiones, de relaciones.

Esta es la forma en la que el sistema automático gestiona su relación con el mundo. Buscando la seguridad y la supervivencia y alejándose patológicamente del dolor. Pero no se trata de buscar la felicidad, eso es demasiado riesgo.  Cuando la falta de felicidad, el agujero de vacío que todos llevamos dentro amenaza con aparecer por debajo de la alfombra, entonces este sistema, que no pide permiso, que es instintivo y automático, reacciona, acumulando lo que sea para tapar el agujero: distracciones, redes sociales, chutes de dopamina como sea, ropa nueva, disfrute, comidas, salidas nocturnas, series de TV, etc., etc., experiencia y acumulación de objetivos con el fin de que el placer cortoplacista nos haga olvidarnos de ese agujero que escondemos debajo de la alfombra. Este sistema automático de inercia hacia la supervivencia funcional y domesticada nos programa para disociarnos del dolor, alejarnos, inventarnos historias, razones y justificaciones con tal de no mirar lo que hay y nombrarlo.

El sistema de conciencia, el empuje de ese agujero llamando a la puerta y tratando de despertarnos a través de la incomodidad, ese sistema no es una nueva inercia, no puede sustituir al sistema automático porque es contraintuitivo, va en dirección contraria a la reacción natural. Donde el miedo del sistema automático nos aleja del dolor emocional, el sistema de conciencia nos está diciendo: “Ve hacia la alfombra y levántala, mira el agujero, entra en él y atraviésalo. La libertad está al otro lado. En lo que tuviste que extirpar de ti para poder colocarte esa armadura con esa sonrisa que hace como que no está pasando nada, que necesita ser vista y amada y que está dispuesta a ocultar aquello que sienta que pone esto en peligro”.

El caso es que no funciona. A pesar de todos los trucos y distracciones o entretenimientos, de todas las desconexiones, el agujero sigue ahí, trayendo la incomodidad, llamando a la puerta y suponiendo el acicate para tomar las riendas y decidir el propio destino con libertad.

Pero si esto es así, una vez tomada conciencia de esta situación, los humanos optaríamos por el camino consciente. Dejaríamos la desconexión, la acumulación hedonista y nos enfrentaríamos con nosotros mismos para crecer.

Pero incluso cuando ya llevamos parte de ese camino recorrido, la fuerza del sistema automático nos sigue atrapando una y otra vez. Y el meditador está siempre en riesgo de dejar de meditar como lo está el deportista de dejar de trabajar en la constancia del deporte.

El placer de meditar no es un placer para el sistema automático, está en otro plano y nunca podrá convertirse en una especie de nueva inercia o adicción. Salvo que lo estemos usando como evasión, en cuyo caso será otra forma de colocar la alfombra de manera estratégica para que el agujero de debajo sea aún menos visible.

Por tanto, siempre habrá que “tomar la decisión” de meditar. Un hábito que no se instala en ese lugar inconsciente, aunque por la regularidad llegue a ser algo integrado en nuestro día a día.

Pero ¿cuál es el motivo por el que no hay espacio en el día para meditar? Incluso muchas veces para los que ya tienen práctica. Y más allá aún, ¿cuál es el motivo por el cual no hay espacio en nuestras vidas para lo esencial?

La respuesta es que consideramos más importantes las demás cosas. Así de simple. Aunque no lo sean. Y las consideramos más importantes porque las seguimos vinculando a la necesidad de sobrevivir.

De alguna forma, seguimos sintiendo que esto no está solucionado. Si no hacemos algo, no vamos a sobrevivir. La supervivencia no está garantizada. Y hemos creado un engranaje de actividades que parecen asegurar la supervivencia, pero que suponen una plena dedicación.

Además, los mecanismos se han hecho sofisticados, y empiezan a parecer difíciles o no al alcance de todos. Algo así como si ganarse la vida se fuera poniendo cada vez más empinado. Como si hubiera supervivencia para unos pocos, pero no para todos y deberíamos correr para asegurarnos el puesto.

La vida, es como una gran competición y hablamos en estos términos. Se me da bien, se me da mal. Éxito, fracaso…

Nos dedicamos a ese engranaje que creemos que nos salvará porque aún no nos sentimos a salvo. Es un tema pendiente y por ello, meditar y otras actividades, de una forma inconsciente podrían ser acciones de cierto lujo cuando está en riesgo el traer un plato de comida a la mesa. Interpretado esto en las sociedades occidentales como mantener el nivel de vida, mejorar en la carrera profesional, ganar más salario o ser valorado y reconocido. Mas no como acumulación, aunque al final sea eso, sino como persecución de la garantía de seguridad. Que obviamente no llega.

Por este motivo, espacio para meditar, en Occidente, es como un cierto lujo. Como algo que debería venir después de estar garantizada la supervivencia y por esto nunca será una nueva inercia, sino un acto consciente que debemos “elegir” día a día y defender desde la voluntad frente a la presión abrumadora de la demanda biológica de sobrevivir.

Pero, muchas veces el tiempo no está dedicado a la supervivencia, sino a redes sociales, ocio, series de televisión o actividades que me desconectan. ¿Por qué no meditar en ese momento en su lugar o realizar otras actividades conscientes?

En realidad, muchas veces sí hacemos esas actividades conscientes, pero en muchas ocasiones no. Es como si el desconectarse de nosotros mismos fuera una necesidad. Y es así, es una necesidad. Trabajar para la supervivencia, nos impide trabajar para la conciencia y eso oculta nuestra infelicidad bajo la alfombra. Como no podemos soportar conectar con esa carencia e infelicidad, cuando la actividad automática cesa o cede en su intensidad, surge la defensa de la desconexión, para evitar sentir esa herida y esa infelicidad. Por tanto, la desconexión y el entretenimiento es un efecto secundario necesario de la estrategia de no solucionar nuestra existencia sino solo crear una supervivencia funcional.

Estas desconexiones no siempre son banales, redes sociales, series de TV, etc.… también pueden ser nutritivas en algunas formas. Libros técnicos, documentales, hacer deporte. Pero además de la nutrición, cumplen la función de desconectarnos de nosotros mismos… no nos paramos a mirarnos, a escucharnos, a preguntarnos, no hay el silencio suficiente que puede traernos la práctica de la meditación.

Incluso en la meditación a veces hay una cierta intención de evasión, de descansar algo del mundo, que, siendo nutritiva también, sigue sin ser el auténtico viaje hacia dentro.

Es importante darnos cuenta de esto. De que, a pesar de hacer cursos, de meditar, de leer sobre temas de desarrollo personal, sigue habiendo una frontera que debemos cruzar si queremos realmente avanzar en el desarrollo de la conciencia y su ampliación. Esa frontera es empezar a soltar la supervivencia y la seguridad. No desde un lugar inconsciente, pues no se trata ahora de no ahorrar o no estar atento al nivel de gastos o lo que sea. No se trata de vivir el presente y no planificar o ser estratégicos para vivir en el desafío de la vida occidental, pero sí se trata de soltar el automatismo de la supervivencia y desde ahí elegir los propios actos de forma más libre y más conectada con nosotros mismos.

Hablo de dejar de decir sí para agradar cuando lo que deseo es decir no. Hablo de cambiar de trabajo a uno que realmente tenga sentido para mí, hablo de poner limites y de no ser sumiso o sumisa para poder pertenecer, sino ser lo que soy en coherencia conmigo. Hablo de arriesgar emocionalmente. De decir sí a la vida y de conectar con la confianza básica y hablo de dejar de pedir al mundo exterior lo que primero debo darme yo. El amor hacia mi mismo o hacia mí misma.

Mi profesor de compasión en el Compassion Institute, decía que el que venía del Tíbet, que entendía que para los monjes de aquel lugar era más fácil la vida contemplativa y la meditación, porque desde el momento en el que entraban en el monasterio, su supervivencia quedaba garantizada, y ya podían dedicarse al camino interior. El exterior no era una amenaza. Sin embargo, en Occidente – y él vino a Occidente a vivir, se casó, tuvo hijos, etc., – aquí tenemos familia, hipoteca, jefes, deudas, y todo esto con el objetivo de sobrevivir y sin garantía alguna de ello.

Me doy cuenta de que tiene razón, mientras en el monasterio los monjes entran en un escenario de colaboración, en Occidente estamos sumergidos en medio de una especie de competición que ya sentimos desde pequeños y como consecuencia caemos en la trampa de falsearnos para tener mayores posibilidades de lograr el mejor lugar para la supervivencia. Ese falseamiento nos desconecta de nosotros y para poder soportarlo debemos buscar placeres y entretenimientos que mantengan la desconexión cuando no estamos luchando para buscarnos la vida. Como si no la tuviéramos por nacimiento y aún fuera necesario ganarla de alguna forma.

El camino en contra, a favor de nuestra felicidad, es el camino de la conexión, y nunca será una nueva inercia. Es cuesta arriba y exige voluntad, coraje, compasión y determinación y el valor de arriesgarnos a soltar la dependencia emocional de la supervivencia.

Ese es en realidad nuestro destino, el camino que vinimos a recorrer, apoyados en el sistema automático de supervivencia, desviarnos de la supervivencia emocional y viajar hacia nosotros mismos. La incomodidad de la conciencia no va a dejar de llamar a la puerta, desde cualquier lugar, pidiendo que levantemos la alfombra y nos atrevamos a mirar y nombrar lo que allí hay.

En el fondo, le tenemos miedo a lo que somos, miedo de nosotros mismos, nos hemos convencido de que debajo del personaje nos espera el sufrimiento máximo, y en una primera capa es verdad, ahí hemos enterrado todos los fantasmas, pero si reunimos el coraje de atravesar esa capa, nos espera nuestro ser esencial y con ello el descubrimiento del camino de la ampliación de la conciencia. Al otro lado de la respiración. El único lugar capaz de callar por fin, las voces de nuestro sufrimiento.

Imagen de José Manuel Sánchez Sanz

José Manuel Sánchez Sanz

Director de “El desafío de la conciencia”, del programa de coaching transpersonal, de los retiros de meditación y formador del curso sobre Eneagrama.

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