Medita. Medita. Medita. 

El otro día me fijé en una pintada en mi barrio en la que, en vez del típico grafiti con el nombre del artista, aparecía una cara artística acompañada de la palabra “medita”. Me impresionó que hasta los grafitis de hoy nos pidan que meditemos.

Y me alegra que cada vez haya más personas insistiendo en la importancia de la meditación. De hecho, me uno a ellos: medita, medita, medita.

Los beneficios de meditar son enormes. Esto está bastante demostrado a día de hoy; basta con buscar algún vídeo de Nazareth Castellanos en donde explica desde la neurociencia los cambios positivos que se producen en el cerebro de quienes meditan. O revisar estudios relacionados con el mindfulness y sus beneficios. Las fuentes fiables ya son muchas. 

Para mí, la razón principal para meditar es sencilla: me hace bien. Y cuando les hablo a otros de meditar, lo hago siempre con esa misma idea: te va a hacer bien. 

Luego ya, si queremos, podemos entrar en los detalles de cómo funciona este “me hace bien”. Podemos ponernos a buscar fuentes fiables, estudios científicos sobre meditación o textos de grandes maestros, y analizarlos para ver si nos convencen más o menos. Pero a veces basta con lo esencial: me hace bien. 

Como símil, cada noche te vas a la cama a dormir porque te hace bien. Te da igual si hay estudios científicos que demuestran los beneficios de dormir o no. Tú te acuestas porque es bueno para ti. Pues con meditar ocurre lo mismo. Yo medito porque mi experiencia me dice una y otra vez que meditar me hace bien. Todas las demás explicaciones son un extra.  

Habiendo dejado clara esta razón esencial, hay una cuestión que sí ayuda a entender cómo nos beneficia la meditación: vivimos con muchos estímulos. No me refiero solo a las redes sociales y al entretenimiento rampante. 

Me refiero a que desde que te levantas por la mañana y durante todo el día, te suceden muchas cosas: en el trabajo, en tus recados, en las conversaciones con otros… estás recibiendo información continuamente, que analizas, procesas, tratas de entender y utilizas para pensar en posibles soluciones y formas de actuar. Y cuando actúas, vuelves a recibir información que tienes que procesar para seguir actuando. Y de nuevo otra vez. Así funcionamos. Realmente no paramos de recibir estímulos en nuestro día a día. 

Aquí es donde cobra sentido el parar y meditar. 

Un paréntesis sobre lo que significa meditar: meditar es observar. Parar y observar. Existen otros usos válidos de la palabra meditar, y por meditación se pueden entender muchas cosas, pero yo aquí me refiero a meditar como el acto de parar y observar lo que pasa dentro de uno. Es cierto que se usan ayudas como la respiración, el silencio o sentarse en un lugar cómodo y tranquilo para evitar que la mente se distraiga, pero -en esencia- meditar consiste en parar, observar y dejar que suceda lo que sea que esté sucediendo. 

Sentarse a meditar supone crear un espacio artificial en el que no hacemos nada durante un rato. Al parar y simplemente observar, dejamos de provocar voluntariamente nuevos estímulos. Le damos permiso a nuestra mente (esa mente que no sabe parar) para no hacer nada. 

Si nunca has meditado así -sin hacer nada-, cuidado que viene un spoiler: tu mente no va a parar de inmediato. 

Tu mente seguirá activa, tratando de procesar todos los estímulos que ha ido recibiendo durante el día: ese problema en el trabajo, eso que me ha dicho el vecino, esa taza que se me ha caído antes y me ha cabreado… Tu mente procesa todo lo pendiente. Al sentarte a meditar no tratas de pararla, ni tampoco tratas de alimentarla más aún a base de pensar, planificar o idear soluciones… Solo observas. Verás que no para. 

Realmente no habría ningún problema en que nuestra mente no parase nunca y estuviera siempre a todo gas, si no fuera porque este no-parar de la mente está en la raíz de nuestro estrés. 

Imagina por un momento al típico sabio tranquilo, ese personaje de películas, libros y leyendas, siempre en calma, imperturbable, bondadoso y muy humano. Imagina que este sabio enfrenta un problema. Lo hace sin estrés, busca soluciones con calma, ejecuta con tranquilidad. Ante las dificultades, se mantiene equilibrado. Esta actitud es imposible con una mente que no sabe parar y que corre sin control de una cosa a otra porque no da abasto. Todo cambia con una mente tranquila. 

Así pues, cuando te sientas a meditar y no haces nada, dejas de lanzarle nuevos estímulos a tu mente y le permites procesar lo que ya tiene pendiente. Con cada minuto de observar-y-no-hacer-nada, le das espacio para procesar, ya sea ese pequeño enfado por la taza que se te cayó, o ya sea esa profunda herida inconsciente que tienes desde la infancia. Al parar, ayudas a tu mente. No le lanzas nada nuevo. La mente puede ir realizando su trabajo y quedando más tranquila. 

Es por esto por lo que me uno a todos los que dicen “medita”. 
Porque meditando aprendes a parar, aprendes a darle espacio a tu mente para procesar (lo consciente y lo inconsciente), aprendes a darle tiempo de calma sin echarle nada nuevo. Si cuidas así de tu mente, con el tiempo la mente se va volviendo más y más sana, y una mente sana conlleva un yo más contento. 

Busca huecos para meditar, siempre que puedas.  
Si lo conviertes en un hábito diario, mejor para ti. 
Y puntos extra si consigues organizarte días enteros para retirarte y “no hacer nada”, que ya lo decía Thich Nhat Hanh:  

Intenta pasar un día sin hacer nada; a esto lo llamamos ‘hacer el vago’. 
Pero para muchos de nosotros que estamos acostumbrados a correr de un lugar a otro, ¡un día de hacer el vago es en realidad un trabajo muy duro! 
No es fácil simplemente ser.” 

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Javier García de Diego

Colaborador de “El desafío de la conciencia” y
facilitador de los retiros de meditación y silencio

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